miércoles, 4 de mayo de 2011

AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS, FERNANDO SAVATER. UNDECIMO RELI



Amarás a Dios sobre todas las cosas
Diálogo del filósofo con el Señor
Nos mandaste amarte sobre todas las cosas. Me pregunto y te pregunto: ¿tanta necesidad tienes de que te amen? ¿No es un poco exagerado? ¿No delata una especie de zozobra, de inquietud extraña? Sí... sí... ya sé que eres un dios celoso, que no acepta ningún tipo de competencia. Pero quiero que entiendas que no eres muy original. Esto que te sucede le pasa prácticamente a todos los dioses. Estoy viendo que en ese aspecto sois todos bastante parecidos: excluyentes y posesivos. Siempre queréis todo el amor para vosotros. Se os ve un poco inseguros de vosotros mismos y necesitados de que los demás estemos siempre refrendando vuestra superioridad sobre el cosmos y el mundo. Mira... ni siquiera ése es nuestro problema. Nuestra verdadera dificultad son tus representantes, porque normalmente no te diriges a los hombres deforma directa. Aquellos que hablan en tu nombre son un verdadero dolor de cabeza. Siempre nos sugieren y ordenan lo que tenemos que hacer de acuerdo con su nivel de poder.
Aquí estamos frente al primer mandamiento, algo inmodificable según tus leyes: Amarás a Dios sobre todas las cosas, y no se hable más.
Pero vivimos en el siglo XXI, discutiendo tus leyes... no pongas mala cara si ahora, mal que te pese, te cuestionamos... son los tiempos que corren.
De los dioses concretos al abstracto
El primer mandamiento es el más religioso de todos, porque mientras que los demás se relacionan con cuestiones de comportamiento social y de grupo, éste plantea una exigencia que la divinidad le demanda al individuo.
Así, un profeta anónimo le hace decir a Yahvé: «Yo soy el primero y el último; fuera de mí no existe ningún dios»; «Antes de mí ningún dios había, y ninguno habrá después de mí»; «Yo soy Yahvé y fuera de mí ningún dios existe»; «Todos ellos son nada; nada pueden hacer, porque sólo son ídolos vacíos». Frente a estas formas de definirse no podemos negar que, por lo menos, se trata de alguien con una autoestima superlativa y, sin exagerar, digna de un dios.
Debo admitir que, como no soy creyente, me resultaría muy difícil amarle, y que, incluso aunque creyera, me costaría describir bien la relación que podría mantener con un ser infinito, inmortal, invulnerable y eterno. Personalmente entiendo el amor como el deseo casi desesperado de que alguien perdure, a pesar de sus deficiencias y de su vulnerabilidad. Por eso sólo puedo amar a seres mortales.
La inmortalidad me merece respeto, agobio, pero no me merece amor. Por otra parte, nunca he sabido muy bien qué se entiende por esa palabra misteriosa que otros manejan con tanta facilidad: Dios.
Hay un libro de Umberto Eco y el cardenal Cario Maria Martini en el que discuten sobre estas cuestiones. Su título es En qué creen los que no creen1. A quienes no creemos nos es muy fácil explicar en qué creemos. Lo que me resulta misterioso es saber en qué creen los que creen y, sinceramente, por más que los he escuchado nunca he entendido a qué se refieren.
Sin embargo, los no creyentes creemos en algo: en el valor de la vida, de la libertad y de la dignidad, y en que el goce de los hombres está en manos de éstos y de nadie más. Son los hombres quienes deben afrontar con lucidez y determinación su condición de soledad trágica, pues es esa inestabilidad la que da paso a la creación y a la libertad. Los emisarios y los administradores de Dios personifican en realidad lo más bajo de una conciencia crítica e ilustrada: el fanatismo o la hipocresía, la negación del cuerpo y la apología del poder jerárquico en su raíz misma.
Un dios abstracto, ¡qué gran novedad! Unos dos mil años antes de Cristo, los dioses siempre habían sido animales, o árboles, o ríos, o piedras, o mares. Habían tenido un cuerpo, habían sido dioses visibles. Precisamente las divinidades eran fenómenos que podían verse. Entonces apareció un ser abstracto, hecho de pura alma y se produjo una verdadera revolución.
Los romanos admitían que cada cual podía tener sus divinidades, porque ellos creían que los dioses de todos los pueblos eran tolerantes entre sí. Por esta razón, fue paradójico que acusaran de ateos a los primeros cristianos, aunque veremos que esta manera de razonar tenía su lógica. Los romanos veían que los cristianos rechazaban a todos los dioses existentes. Resultaba una actitud incomprensible y sectaria, ya que había una gran variedad. Se les ofrecían los de Oriente, los de Occidente, los de forma animal, los de forma vegetal. Pero no había nada que hacer: los cristianos los rechazaban a todos. No querían saber nada con el culto al Emperador, ni con los encarnados en las glorias de cada una de las ciudades. Por tal motivo, los seguidores de ese dios, que no se veía en ninguna parte, que era la nada, fueron tachados de ateos por los paganos de Roma.
Los cristianos traían consigo el legado judío. La idea del monoteísmo, de un dios único, excluyente, infinito, abstracto e invisible, era lo normal para ellos, pero resultó de verdad sorprendente y revolucionario para el resto.
Pero esa concepción religiosa ¿fue un retroceso o un avance en el desarrollo espiritual de la humanidad? En cierto sentido la podríamos calificar de positiva porque significó un paso hacia una mayor universalidad, hacia una mayor abstracción conceptual, El dios se convirtió en un concepto, en una idea. Dejó de ser cosa, ídolo. Los dioses anteriores estaban siempre ligados a realidades concretas: la naturaleza, la ciudad, la vida. Entonces surgió un dios que no conocía la naturaleza porque estaba por encima de ella y además era su dueño. Ignoraba las ciudades porque vivía en todas y en ninguna, pero además en el desierto y también en una zarza ardiente. ¿Ese dios supuso un progreso respecto a los otros, o más bien fue una especie de recaída hacia algo más primitivo y atávico? Porque, si bien significó una ganancia en universalidad, amplitud y espiritualidad, también fue una pérdida en lo que se refiere a la relación de los hombres con lo natural, con el mundo, con lo que podemos celebrar de la vida concreta y material.
Por ejemplo, para el escritor y filósofo Marcos Aguinis2 «el monoteísmo ha sido un avance prodigioso de la humanidad hacia niveles de abstracción que no existían hasta ese momento. Fue pasar del pensamiento concreto al abstracto, con un ser que no podía ser representado y además era único. Pero, por ser único, contenía algo muy peligroso: era un dios celoso que no aceptaba competencias. De manera que el monoteísmo significó dos cosas contrapuestas: una muy positiva que era un progreso espiritual y otra muy negativa que fue el progreso de la intolerancia».
El monoteísmo también obsesionó a Sigmund Freud al final de su vida. En 1938 el padre del psicoanálisis huía de los nazis que avanzaban sobre Europa continental, y encontró refugio en Inglaterra. Allí terminó de dar forma a su teoría según la cual Moisés no fue judío sino egipcio. Para Freud se trataba de un hombre que perteneció a una familia noble, y que difundió entre los israelitas —casi 1. 400 años antes de Cristo— las creencias de Akenatón, el faraón creador del primer culto monoteísta conocido: el de Atón, el Dios Sol. Esta idea fue desterrada por la rebelión que encabezaron en su contra los sacerdotes responsables del antiguo politeísmo, y que tenía como principal figura al Dios Anión. Por lo tanto, según esta teoría, Yahvé no sería más que el nuevo nombre que tomó Atón para transformarse en el dios judío.
Aunque el dato pueda sentar mal a quienes consideran que las cosas son inamovibles desde un principio, lo cierto es que los israelitas no siempre fueron monoteístas. El teólogo Ariel Álvarez Valdez3 es contundente cuando asegura que los israelitas eran en realidad monólatras, es decir, creían que existían muchos dioses, aunque ellos adoraban sólo a uno.
Pero todo cambió después de uno de los hechos más traumáticos por los que pasó el pueblo judío: la invasión de los babilonios a las órdenes del legendario Nabucodonosor, quien, en 437 a. C, y no contento con derrotarlos y tomar Jerusalén, llevó a todos sus habitantes como esclavos a Babilonia. Los judíos quedaron deslumbrados por la magnificencia y el lujo de la capital de sus vencedores. Se preguntaron cómo podía ser que ellos, que se consideraban tan bien cuidados por Yahvé, nunca hubieran conocido semejante nivel de vida.
Pero en lugar de renegar de su dios, los cautivos llegaron a una conclusión que les sirvió para sentirse bien con ellos mismos: el dios de los Babilonios no existía, como tampoco existía ningún otro. Yahvé era el creador de todo, incluso de la belleza y el poder de Babilonia. De esta manera convirtieron la tristeza del forzado exilio en el orgullo de adorar al único dios vivo y verdadero.
Otra prueba de que los judíos no eran monoteístas antes de su cautividad en Babilonia es que la traducción literal de la fórmula del primer mandamiento es «No tendrás otros dioses frente a mí», lo que implicaba la aceptación de otros dioses aunque sólo se venerase a Yahvé.
Para el estudioso de los diez mandamientos, Luis de Sebastián,4 «el primer mandamiento es el mandamiento del amor. Primero, negativamente, porque no hay que amarse a uno mismo sobre todas las cosas, y segundo, positivamente, porque hay que amar a los demás, a todos con quienes tenemos que ver de cualquier manera que sea, todo dentro de un orden de proximidades y responsabilidades que empieza en casa: con uno mismo, con su persona, su familia, sus vecinos, amigos, compañeros, y que se extiende, si es verdadero amor, con alas de águila a todos los rincones donde la vida nos lleve».
Según De Sebastián, el primer mandamiento «simboliza el pacto de la conveniencia, del mutuo beneficio, en el que se basa la democracia. Así todos sacan provecho de lo que se hace en la polis, a cambio del respeto a las leyes».
Sin embargo, la realidad es que la gente define las cosas de acuerdo al lugar donde se encuentra. El amor por algo o por alguien puede tener una contrapartida siempre alejada de la indiferencia: desamor u odio hacia quien no piensa igual o no corresponde a esos sentimientos.
Entonces, el amor a lo infinito, a lo inabarcable ¿es incluyente o excluyente? ¿Se ama también a los que no veneran a ningún dios? Hay una expresión medieval que habla del odium teologicum, del odio que se tienen los teólogos entre sí. Poseídos por el infinito, en ocasiones, en vez de incluir a todos los demás en su amor, los excluyen. Ésta es una de las paradojas del amor monoteísta, del amor a un dios único.
Amo a todas las religiones, pero estoy enamorada de la mía.
Madre Teresa de Calcuta
¿Es posible que quien ama a un dios único, infinito, absoluto, ame o simlemente acepte otras religiones y a otros dioses? ¿También es susceptible de amor aquel que no cree en ninguna religión o divinidad?
En un hermoso cuento Jorge Luis Borges narra la historia de Aureliano y Juan de Panomia, dos teólogos que durante toda su existencia se persiguen y se censuran el uno al otro hasta que, cuando mueren, Dios les revela que para él ambos son una sola persona, un solo ser. En cierta medida, la lección última sería que esos teólogos que rivalizan, esas religiones que se excluyen y se persiguen, vistos desde una altura lo suficientemente elevada, no sean más que la misma cosa. Una misma verdad o un mismo error.
La tolerancia: esa debilidad de las religiones
Es sabido que las religiones han sido fuente de animadversión, de persecución, de intolerancias, de guerras y de crímenes. A lo largo de los siglos los llamados representantes de los dioses sobre la tierra, es decir los hombres, han encontrado motivo de discordia echándose culpa unos a otros sobre reales o supuestas ofensas a sus respectivos dioses.
También podemos decir que las religiones fueron causa de una serie de gestos generosos y valientes. Pero ¿por qué las religiones han sido incompatibles unas con otras? Todos los hombres de religión predican palabras hermosas de aceptación a los demás, pero pocas veces sus actos tienen que ver con su prédica. El ejemplo del catolicismo es evidente: las religiones se hacen tolerantes cuando se debilitan, cuando pierden poder terrenal. Mientras controlan los hilos de la política y la economía y tienen un brazo secular para poder hacer cumplir sus preceptos, rara vez dan muestras de tolerancia. Este sentimiento aparece cuando los que controlan la práctica de una creencia tienen que ser aceptados, no cuando tienen que aceptar. Éste es un fenómeno que ocurre en casi todas las religiones.
Uno de los ejemplos más claros fueron las Cruzadas. A fines del siglo xi, Venecia, Génova y Pisa querían recuperar el control del comercio con Oriente. El problema eran los turcos, quienes controlaban los pasos marítimos y terrestres hacia los lugares santos y, en especial, hacia los centros de comercio más importantes. Allí se conjugaron intereses mercantiles con los políticos del papa Urbano II, cuyo objetivo era controlar a toda la cristiandad mediante la dominación de la ciudad de Constantinopla, que se había separado de su autoridad en el año 1054. Urbano también estaba obsesionado con los emperadores germanos, quienes se movían con gran autarquía en materia religiosa. Así, como tapadera de este cúmulo de intereses, el Papa golpeó en el corazón de la cristiandad europea y, con la magnífica excusa de recuperar los lugares sagrados de Oriente y proteger a los cristianos de esas zonas, promovió la Primera Cruzada. Hacia allí partieron miles de hombres para matarse con otros tantos miles de hombres al grito de «Deus lo volt» («Dios lo quiere»).
Hoy las religiones van perdiendo su poder terrenal —o al menos eso espero—, y no me cabe duda de que el mundo se beneficiará ante esta situación, ya que se alejarán los elementos de tensión que se desprenden de ese excluirse unas a otras utilizando la fuerza o la persecución. De todas formas estamos hablando de Iglesias más que de religiones. Dios nunca habla en forma directa con los humanos, o por lo menos no lo hace con la mayoría. Siempre hay alguien que se interpone. Nunca tenemos a Dios delante, sino a sacerdotes, obispos, muecines, rabinos, etcétera. Es decir, otras personas tan comunes como los demás, pero que hablan en su nombre. Cuando uno analiza las guerras de religión, se pregunta si Dios no habrá sido la coartada para justificar los odios que los hombres se tenían entre ellos, para impulsar los deseos de conquista y depredación.


La aplicación de la libertad del individuo o cómo entender los mandamientos
A medida que avanzamos en el análisis, nos queda claro que los mandamientos son imposiciones antiguas, pasadas de moda, y algunas hasta fuera de toda lógica, pero que, al igual que las leyes actuales, son fruto de convenciones sociales. Más allá del tiempo en que se dieron a conocer, en que fueron respetadas y hasta temidas, lo cierto es que no formaron parte inamovible de la realidad, como ocurre por ejemplo con la ley de la gravedad. Tampoco brotan de la voluntad de un dios misterioso. Las leyes han sido inventadas por los hombres, responden a designios humanos antiguos, algunos de los cuales nos cuesta entender hoy, y pueden ser modificadas o abolidas por un nuevo acuerdo entre humanos. Sin ir más lejos, los mandamientos originales fueron modificados por los católicos, aunque esto no quiere decir que las convenciones sean simples caprichos o algo sin sustancia.
Cuando se vive en una sociedad multicultural, hay que asumir que se acepta el derecho a tener religión, y creencias, y esto comporta el hecho de tener que soportar alfilerazos de la realidad. Por ejemplo, a esas personas que dicen «ha herido usted mis convicciones», yo les diría: «Lo siento... amigo, usted no puede convertir sus convicciones en una especie de prolongación de su cuerpo».
Pero además esto va de la mano de una liviandad que se percibe en todos lados y que se define con la máxima de «todas las opiniones son respetables». Esto es una tontería. Quienes son respetables son las personas, no las creencias. Las opiniones no son todas respetables. Si así hubiese sido, la humanidad no habría podido avanzar un solo paso. No se pueden respetar las ideas totalitarias, xenófobas, racistas, excluyentes, que violen los elementales derechos humanos. No podemos utilizar el ataque, la crítica, incluso la sátira contra una idea, para provocar algo que humille u ofenda a los demás. Ahora, si se trata de ideas, hay que saber pararse frente a aquellas que son peligrosas.
¿Qué respeto merecen las ideas tras las que se parapetan los terroristas de distintos signos? ¿Cómo dejar de repudiar el asesinato, las bombas a mansalva que reivindican los nacionalismos excluyentes? ¿Gomo aceptar que bajo la excusa de la identidad cultural se practique la mutilación del clítoris a millones de niñas?
Los defensores de esos métodos son tan peligrosos como los sacerdotes que repudian a las demás religiones, a sus seguidores y a aquellos que no creen en ningún dios en particular. No se puede respetar a los irrespetuosos.
Esto tiene que ver también con algo que dijo John Stuart Mili: «La única libertad que merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o le impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale ganando más consintiendo que cada cual viva a su manera antes que obligándose a vivir a la manera de los demás».
El primer mandamiento, como los otros nueve, lleva implícita la amenaza del castigo en caso de que no se cumpla. Yahvé había prometido proteger al pueblo judío, el elegido, pero con la condición de cumplir al pie de la letra el Libro de la Ley. La palabra de Dios daba lugar a pocas interpretaciones: «Mira, hoy he puesto ante ti la vida y la felicidad, pero también la muerte y la desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahvé, tu Dios... entonces vivirás y tendrás muchos hijos y el Señor, tu Dios, te bendecirá... pero si no haces caso a todo eso... te advierto que morirás sin remedio».
Cuando leo esto y pienso que hay gente que cree lógico que exista el castigo a estas cuestiones, insisto en que lo primero que hay que dejar claro, es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos, ni con los premios repartidos por la autoridad, sea ésta humana o divina, que para el caso es lo mismo.
Sobre la observancia del primer mandamiento y su relación con la intolerancia, el rabino Isaac Sacca5 asegura que «hay que estar muy atentos a cómo está expresada la orden "no tendrás otros dioses delante de mí" ya que, interpretando la cuestión de mala manera, se corre el riesgo de que pueda ser utilizada para practicar la intolerancia y la imposición de ideas».
Según el judaísmo se trata de un asunto bilateral entre Dios y el ser humano, a quien no se le pide que intente convencer o hacerlo cumplir a otra persona, sino sólo que se ocupe de sí mismo.
Este comentario del rabino Sacca no impide que, tal como él lo define, el mandamiento pueda caer en malas manos que hagan un uso indebido del mismo y se transforme en una herramienta de exclusión. Ya hemos dicho que las leyes han sido inventadas y modificadas por los hombres, y está claro que una misma ley puede tener varias interpretaciones. Pero las visiones sobre Yahvé, Moisés y los diez mandamientos son innumerables y surgen desde todos los ángulos ideológicos. El historiador socialista Emilio Corbiére6 considera el Antiguo Testamento «como la parte más negativa. Allí se plantea una visión de dios terrible, casi malvado, perseguidor. Es realmente la visión de un dios despótico Yahvé-Jehová. Pero también es la historia de la liberación; el movimiento de liberación nacional de un pueblo. Es decir, se trata de una visión revolucionario-popular de un pueblo oprimido, en este caso por el Imperio romano. Por lo tanto, el Antiguo Testamento es la historia del crimen, de la traición, de las guerras, de las relaciones poco comunes entre madres e hijos y padres e hijas y, por otro lado, la lucha ejemplar de ese mito de Moisés, que no se sabe si era judío o un egipcio revolucionario».
Ídolos e idolatría
El tema de las imágenes y los ídolos en la religión ha marcado una de las grandes diferencias entre católicos y judíos. El texto del primer mandamiento que figura en el Antiguo Testamento dice: «Se prohíbe realizar esculturas, imagen alguna ni de lo que hay arriba de los cielos, ni de lo que hay debajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni le darás culto».
Los católicos eliminaron esa precisión pero en ambas religiones, y aun con la diferencia de matices, hay una clara oposición a la idolatría.
Frente a la cuestión de las imágenes religiosas, la Biblia y la realidad histórica han demostrado ser contradictorias. Pese a la prohibición de hacer esculturas, el templo construido por Salomón en Jerusalén estuvo repleto de ellas. Junto al Arca de la Alianza se habían tallado en madera dos enormes querubines. También se podían observar bajo el depósito de agua de las purificaciones doce toros de metal.
«Los recipientes para las abluciones litúrgicas —dice el padre Ariel Álvarez Valdez— estaban revestidos con imágenes de leones, bueyes y querubines, todo con el consentimiento del propio Dios. Y por si esto fuera poco, una enorme serpiente de bronce, que había labrado Moisés en el desierto por orden de Yahvé para sanar a cuantos mordidos por ofidios la miraran, estuvo doscientos años expuesta en el Templo hasta que el rey Ezequías la eliminó. »
Con este ejemplo, se vuelve a ratificar que las leyes se modifican al igual que sus interpretaciones, más allá de sus orígenes humanos o divinos. No digo que hecha la ley hecha la trampa, pero el ámbito jurídico, como todo, es adaptable a cualquier situación.
Yo no sé si Dios habrá muerto, como dijo Nietzsche y han repetido tantos otros después de él. Pero es innegable que los ídolos gozan de una excelente salud. Vivimos en un mundo en el que, multiplicados por las comunicaciones y la imagen, su presencia es casi abrumadora. Tenemos ídolos en el fútbol, la pantalla, la canción, el dinero, el triunfo social o la belleza. Convivimos con idolillos portátiles y pequeños, algunos casi simpáticos y entrañables, como el E. T. de Spielberg, u otros que se nos hicieron próximos y amables. También los hay feroces, que exigen sacrificios de sangre. Ésos son los ídolos de la tribu. Los que convierten el propio grupo, la propia nación, la propia facción en un ídolo. Son aquellos que por desgracia suelen llevar a cabo sacrificios humanos.
Sin embargo, creo que hay ídolos benévolos, simpáticos, que nos ayudan a vivir, que nos traen alegría. La idolatría es algo inherente al hombre. El ser humano no lo puede evitar. Pero cuidado, tenemos que ser idólatras cautelosos, prudentes con lo que subimos a nuestros altares, porque a veces es difícil bajarlos sin que se derrame sangre.
Moisés y el pensamiento único
Creo que, en alguna medida, Moisés era un hombre muy realista. Era consciente de que tanto su sociedad como las anteriores, y con acertada intuición las futuras, no eran nada del otro mundo y que por lo tanto estaban llenas de defectos, de abusos y de crímenes. Fue así como el líder israelí hizo lo que estaba a su alcance para mejorar la comunidad en la que le tocaba vivir. Y pienso que está claro que, como tantas otras personas antes y después de él, luchó para que las relaciones humanas políticamente establecidas fueran simplemente eso: más humanas, o sea, menos violentas y más justas. Pero, como debió de ser un tipo bastante realista, seguramente nunca esperó que todo a su alrededor fuera perfecto.
Hay dos frases a las que se suele recurrir: «No trates a los demás como no quieres que te traten a ti» o, en positivo, «haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti». George Bernard Shaw tenía un epigrama que sintetiza estas ideas: «No hagas a los demás lo que te guste que te hagan a ti, ellos pueden tener gustos diferentes». Aquí hay que tener cuidado, porque es en estos casos cuando se corre el riesgo de toparse con aquellos para quienes la única verdad es la suya o la de su dios.
Hoy está de moda hablar del «pensamiento único», que, según dicen algunos, imperaría después de la caída del Muro de Berlín y del derrumbe del sistema comunista de Europa del Este. No creo que el problema de la intolerancia pase por ese denominado «pensamiento único», porque para mí no existe como tal. En el mundo hay grupos que apuestan por el Fondo Monetario Internacional, y otros grupos «antiglobalización» que se manifiestan contra este organismo. Vivimos en un planeta donde existe bastante discordia y oposición de opiniones, así que es injusto, y un poco absurdo, hablar de un pensamiento único, aunque no son pocos los que desarrollan sus teorías en base a esta falacia. Sí, es cierto que existe una tendencia al pensamiento simple. Hay diversas concepciones simplistas: simplismo neoliberal y simplismo anticapitalista. Ante una realidad tan compleja como la que vivimos se le oponen «pensamientos descafeinados». La cuestión es que nuestro mundo está cada vez más unificado y tendemos a buscar soluciones que involucren a toda la humanidad. Soluciones que creemos que deben ser simples. Y esto es falso. Por este camino no vamos a llegar a mejorar este mundo, ya que la situación por la que atravesamos es de una complejidad mayor a cualquier otra que hayamos conocido a través de los siglos.
Durante la historia del hombre sobre la tierra, infinidad de ejércitos se han enfrentado en nombre de dioses o de creencias. Se habla incluso de un Dios de los ejércitos; todos tienen sus capellanes castrenses, sus banderas y estandartes. En 5.500 años de historia, para no ir más lejos, se han producido 14.513 guerras que han costado 1.240 millones de vidas y nos han dejado un respiro de no más de 292 años de paz, aunque seguro que durante dicho tiempo también debieron de haber guerras menores en curso. En el momento en el que usted lea estas estadísticas ya se habrán convertido en anticuadas. Estas cifras tienen la particularidad de incrementarse minuto a minuto por obra y gracia de los propios hombres. De hecho, una gran parte de las guerras tuvieron su origen en desencuentros e intolerancias debidas a distintas creencias. Pero también está claro que, casi siempre, lo religioso fue una simple excusa para resolver diferencias territoriales o económicas. Como verán, nada ha cambiado.
Hoy en día podemos ver en nuestras casas, sentados cómodamente ante el televisor, a aquellos que mediante atentados tiran abajo edificios en nombre de una divinidad vengadora que persigue al Gran Satán Occidental. Y desde Estados Unidos se utiliza una frase arcaica: «Dios está con nosotros». Un lenguaje propio de la época de las Cruzadas. Nos encontramos en pleno auge de la justificación teológica de los enfrentamientos terrenos.
Evangelización: conversión o muerte
Casi todas las religiones han tenido una vertiente proselitista y misionera que trató de extender sus enseñanzas como un pensamiento indiscutible. El cristianismo y el islam son las más expansivas. Pero para ser sinceros, se pueden encontrar elementos misioneros en muchas otras creencias.
La idea predominante a lo largo de la historia es que el hombre religioso tiene la obligación de llevar la buena nueva y tratar de imponerla. Y para lograr estos objetivos se ha recurrido tanto a mansos pastores como a promotores de la palabra de Dios, o a fieros soldados cuyo lema fue: «La religión con sangre entra». Por supuesto que ofrecer y utilizar la persuasión para dar a conocer la buena nueva no tiene nada de malo. La cosa cambia cuando el mandato pasa a ser: «Conviértete o muere».
En su Tratado de la tolerancia Voltaire decía que el lema de todos los fanáticos era: «Piensa como yo o muere». La historia nos ha mostrado innumerables ejemplos de cómo los misioneros, los evangelizadores y los proselitistas, al no poder persuadir por las buenas a los no creyentes, han impuesto este terrible dilema de la conversión o la muerte.
Es evidente que el proselitismo religioso está más acentuado en las religiones viajeras e itinerantes. El ejemplo claro es el cristianismo con sus variantes, y el islam. Los conquistadores españoles impusieron sus verdades a los conquistados, pasando por sangre y fuego a quienes no querían aceptarla.
Pero hay que aclarar que esta forma de imponer la religión por la fuerza no es una característica exclusiva de las religiones. Creo que esto se ha contagiado a otras formas de ideología. Hay doctrinas políticas, nacionalistas y raciales que practican los mismos métodos: «Debes pensar como nosotros o de lo contrario tu destino será la exclusión, la expulsión o la muerte, porque no podemos convivir con quien no comparte nuestras creencias».
El ejemplo de esta concepción se dio entre 1482 y 1492, con uno de los tres confesores de la reina Isabel la católica: Torquemada, el Inquisidor. Su nombre aparece ligado a tres mil ejecuciones en la hoguera y un número varias veces superior de encarcelamientos, confiscaciones y torturas. Aquí estamos en presencia del misionero fanático, que va más allá de las obligaciones de su misión y se transforma en un ser absolutamente negativo para la sociedad.
En definitiva, Adolf Hitler, Joseph McCarthy, Francisco Franco, Josef Stalin, Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla —por mencionar sólo algunos exponentes— se consideraban misioneros que debían salvar al resto de los humanos obligando por la fuerza a adoptar sus convicciones a quienes no creían en ellas.
Pero esta tendencia misionera suele tener sus tropiezos. Un libro delicioso, La Biblia en España,1 que traza un cuadro absolutamente fresco del país de los siglos XVIII y XIX, cuenta las peripecias de George Borrow7, un evangelista inglés que recorrió la península vendiendo biblias protestantes. En un momento de su recorrido Borrow llegó a Andalucía y se encontró con un campesino que estaba arando la tierra. Se le acercó con su libro y le dijo: «Amigo, yo soy protestante, vengo aquí con la Biblia y quiero explicarle lo que pensamos». Pero el campesino lo interrumpió explicándole: «Mire usted, no se moleste, porque si yo no creo en la religión católica, que es la verdadera, cómo voy a creer en la protestante que es la falsa».
Hubo cientos de miles de Borrows recorriendo el planeta y muchos más soldados tratando de imponer sus verdades por la fuerza. Pero ahora estamos además en presencia de una nueva situación que Yahvé y Moisés nunca imaginaron: la expansión de los medios de comunicación, lo cual ha creado nuevos campos de batalla donde los evangelizadores no se dan tregua ni cuartel. En el medievo los predicadores llenaban las iglesias y catedrales y hablaban como mucho para dos o tres mil personas. Un representante que hablase en la Asamblea de Atenas rara vez lo hacía para más de quince o veinte mil asistentes. Las investigaciones más recientes indican que el propio Jesús en su momento de mayor convocatoria, durante el Sermón de la Montaña, logró reunir a sólo treinta mil personas, una multitud en aquellos años, pero que hoy significan menos de medio punto en las mediciones de audiencias televisivas. El desafío de los telepredicadores y de los papas viajeros consiste en ser capaces de dirigirse a millones de personas; enfrentándose también, como contrapartida, al hecho de que las idolatrías tienen el mismo beneficio de la hipercomunicación, y en este campo la competencia por la audiencia suele ser desfavorable para la divinidad, sea cual sea, frente a, por ejemplo, las patéticas peripecias de los concursantes de Gran Hermano.
La comunicación ha aumentado la proyección de las ideas, sean éstas malas, piadosas, intolerantes, fanáticas y hasta de ansias redentoras. Los medios han magnificado lo que antes era casi un movimiento de corazón a corazón, o de persona a persona. Hoy se trata de un eco universal. Es una situación que implica aspectos terribles y que quizá en algún momento pueda involucrar otros liberadores. El desafío consiste en evitar que la palabra caiga desde arriba sobre las personas y en posibilitar que los individuos se comuniquen cada vez más entre sí para que puedan cambiar opiniones entre ellos.

“Nada malo puede pasarme que Dios no quiera, y todo lo que él quiere por muy malo que nos parezca es en realidad lo mejor”.
Carta en la que Tomás Moro consuela a su hija antes de ser ejecutado

En este fragmento Tomás Moro presenta una actitud fatalista. Pero se trata de un fatalismo alegre, que se justifica a sí mismo.
A través de las épocas, los hombres han aprendido a aceptar el destino porque no hay forma de luchar contra él. Lo que aporta esta visión de Moro es la dimensión del destino como producto de una voluntad, que sabe lo que es mejor para nosotros aunque ello implique nuestra destrucción y eso haga que desaparezcan nuestros proyectos y deseos, por esa situación fatal que se nos impone. Nietzsche habló también del amor al destino, y del deseo, no sólo de aceptarlo, porque es irremediable, sino también de amarlo como lo que es más propio. Quizá la versión de Tomás Moro sea la variante religiosa de ese amor al destino.
Durante siglos se tomó como irremediable la transmisión de los conocimientos y convicciones religiosas de padres a hijos. Era lo natural. Pero hoy el planteamiento consiste en cómo enseñar las creencias personales a nuestros descendientes. Por una parte, si consideramos que algo es verdadero, bueno y útil, intentamos que nuestros hijos compartan ese saber. Educar es seleccionar de todo lo que conocemos aquello que nos parece más relevante e importante para transmitirlo. Por lo tanto, es lógico para la persona religiosa que sus creencias deban ser transferidas a sus hijos. Pero, por otra parte, se debe respetar la posibilidad de que el hijo escuche otras voces, otros puntos de vista y conocimientos. Entonces es cuando los padres debemos asumir que nuestros hijos podrían no tener las mismas ideas o creencias que nosotros, lo que para algunos suele ser muy duro. Pero no es obligatorio que la serie se prolongue de padres a hijos, como bien supo un proselitista fascista de la época de Mussolini. El personaje iba por los pueblos pregonando la buena nueva del fascismo. Encontró a un muchacho y le dijo que debía afiliarse al Partido porque era el futuro de Italia. Entonces el joven le contestó: «No, mira, mi padre era socialista, mi abuelo era socialista, tengo otros parientes comunistas. Yo no puedo hacerme fascista». El militante del «fascio» arremetió indignado: «¿Qué argumento es ese de que tu padre y de que tu abuelo? ¿Y si tu padre fuera un asesino; y si tu abuelo hubiera sido un asesino?». El muchacho lo interrumpió: «¡Ah!, entonces sí... entonces sí me haría del partido fascista».






























8 comentarios:

  1. CAMILA PAZ NARVÁEZ
    GRADO 11-4

    Realmente lo que trata savater en este texto es trasmitir el hecho de que el no creía realmente en algo que definitivamente no podía verse, era una interpretación respecto a señales o como consideraban que lo eran los creyentes.
    Savater cuestionaba mucho acerca de la forma en que se catalogaba a dios como por ejemplo que era un dios que no conocía la naturaleza porque estaba por encima de ella y además era su dueño.
    En este texto también aprendí que nosotras las personas asimilamos la realidad de acuerdo al lugar donde nos encontramos y que muchas veces se predican cosas hermosas que a la larga sus actos demuestran lo contrario
    Yo creo que es bastante valido que las personas digan sus puntos de vista y deseen creer o no en lo que realmente quiere

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  2. VALERIA GUZMAN
    11-5

    PUES ME PARECE MUY INTERESANTE EL TEXTO YA QUE SAVAATER NOS DA A CONOCER QUE NO SE PUEDE A MAR A ALGUIEN O A ALGO QUE NO VEMOS NO CONOCEMOS Y SOBRE TODO PREFERIRLO ANTES QUE A NUESTROS SERES QUERIDOS... OPINO QUE ALGUNAS PERSONAS SE SEGAN POR LA FE Y SOLO CREEN EN LA FE YO OPINO LO CONTRARIO PERO CADA CUAL CON LO SUYO.....

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  3. JEAN PAUL TORRES
    11-5

    En el texto da a entender que no se debe adorar, amar a dios sobre todas las cosas ya k no lo podemos obsevar pero hay personas que disen que si por que ellos tienen fe y encada religuion la fe es muy importante mi opinion es que cada persona tiene derecho encreer en los que ellos kieran

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  4. Andony Taramuel
    11-1

    Savater nos hace reflexionar si realmente podemos amar a Dios, un Dios celoso que pide todo el amor para él, puesto que desde la lógica es imposible ya que nosotros amamos a los demás gracias a la interacción que tenemos con ellos. Aquí también encontramos la discusión si el monoteísmo fue un avance en lo espiritual o un progreso en la intolerancia, también habla de cómo las religiones muestran su verdadera cara controladora al querer imponer su credo a sangre y fuego, persiguiendo a los incrédulos y a quienes piensan diferente; en mi opinión lo que realmente debemos hacer y como bien aprendí del texto es primeramente amarnos a nosotros mismos para asi amar a nuestros semejantes como a nosotros.

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  5. brianda liceth casquete orzco
    11-1

    Que no se debe adorar, amar a dios sobre todas las cosas ya k no lo podemos obsevar,y ps q cada quien tiene sus propias creencias sobre su logica

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  6. CARMEN GISSELY CASQUETE OROZCO
    11-1

    Uno solo puede conversar con quien conoce.. creo que lo que conoces de Dios no es el--- conoces la religión, pero no lo conoces.... y por exagerado que te parezca el origen de todos los problemas de la humanidad son la falta de amor es todas sus expreciones... llegando a limites inimaginables, pero la mayor carencia es la falta de amor del Padre, del creador con su criatura... x que decidimos vivir sin el y arreglarnoslas en este mundo desamorado...
    Dios es sobrenatural, y su sabiduria sobre pasa todo razocinio humano, por que sus pensamientos son más altos que nuestros pensamientos.

    somos seres limitados, que no podemos explicar nuestra propia existencia por más estudios cientificos, teorias habran miles como cerebros pensantes en la tierra lo cual no indica que todas sean validas.
    pero estudia la biblia.. y trata de vencerla tarde o temprano te vencerá la verdad.. o más bien terminaras conociendo al Dios verdadero y serás libre.

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  7. Willber Robayo Candado
    11-1
    Yo pienso Que este mandamiento esta mal planteado, ¿com o podemos amar algo que no vemos?, entonces si creemos en dios , estamos obligados a cumplir con ese mandamiento, no debe ser así, cada uno tiene la libertad de escoger en quien creer.
    algunas personas nos manipulan con sus palabras para dejarnos convencer y asi tomar sus creencias, hablando como si no hubiera otro camino, no ven mas allá de lo que creen. ven las mandamientos con fe y no con logica.

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  8. Dios cuando dijo Amarás a Dios sobre todas las cosas estaba dejando claro que nosotros somos su creación y que nos quiere por eso nos ordena, al igual que un hijo tiene el libre albedrío de decir que no quiere amarle a su padre , los humanos también a Dios, pero eso afirma más que Dios quiere a los humanos, un padre que ama a su hijo nunca diría a su hijo: si quieres ámame , porque verdaderamente siente la necesidad de ser amado, Y si el hijo empieza a quererle más a otra persona como a su padre( porque en verdad no lo es) ¿El padre no se quedaría celoso ? Y si no se quedaría ¿ que clase de padre sería?
    Si alguien al saber que no te llevas bien con tu padre, te quiere convencer que te arregles y que lo quieras, ese alguien debería de ser un verdadero amigo que se importa por ti. Con respecto al pasaje bíblico que dice que Se prohíbe realizar esculturas, pero no quiere decir que Dios no sea soberano Por ejemplo en Romanos 9:20 Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así?
    9:21 ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra? poderoso capaz de ordenar a Salomón a hacer esculturas según se le antoje Dios se estaba refiriendo a que no construyan esculturas ni la adoren , y si luego el ordena que se construya por ejemplo en el arca del pacto, los querubines eran una símbolo que representaba el lugar donde Dios habitaba dado que en el cielo está rodeado de querubines. Y con respecto a la serpiente de bronce en Juan 3:14 dice Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado. Dios mandó a Moisés que el pueblo la mirara para poder sanarse, porque el pueblo se había revelado contra lo que Dios mandaba, entonces Dios mandó víboras venenosas, es un ejemplo de la vida actual que hay que confiar que Jesús murió en la cruz para sanarnos y salvarnos. Así que Dios mandó que adoraran a la serpiente como una metáfora de lo que en el futuro iba a pasar, al igual que las leyes y ordenes que Dios imponía por medio de Moisés, que dejaba claro que los que no la obedecían recibirían castigo y que no hay redención sin sacrificio de un cordero. Jesús seria el cordero más apreciado porque fue el único cordero que murió y luego no se tendría que matar otros, El antiguo testamento es la base que apoya la creencia para el advenimiento de el Mesías y su muerte como profecía más valiosa y malentendida por muchos porque pensaban que sería un rey poderoso, pero en realidad mucho más importante que eso.

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