jueves, 28 de febrero de 2013

GUIA#2 ETICA PARA GRADO ONCE


 DATE LA BUENA VIDA
¿Qué pretendo decirte poniendo un «haz lo que quieras» como lema fundamental de esa ética hacia la que vamos tanteando? Pues sencillamente (aunque luego resultará que no es tan sencillo, me temo) que hay que dejarse de órdenes y costumbres de premios y castigos, en una palabra de cuanto quiere dirigirte desde fuera, y que tienes que plantearte todo este asunto desde ti mismo, desde el fuero interno de tu voluntad. No le preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con tu vida: Pregúntatelo a ti mismo. Si deseas saber en qué puedes emplear mejor tu libertad, no la pierdas poniéndote ya desde el principio al servicio de otro o de otros, por buenos, sabios y respetables que sean: interroga sobre el uso de tu libertad... a la libertad misma.
Claro, como eres chico listo puede que te estés dando ya cuenta de que aquí hay una cierta contradicción. Si te digo «haz lo que quieras»parece que te estoy dando de todas formas una orden, «haz eso y no lo otro», aunque sea la orden de que actúes libremente. ¡Vaya orden más complicada, cuando se la examina de cerca! Si la cumples, la desobedeces (porque no haces lo que eres, sino lo que quiero yo que te lo mando), si la desobedeces, la cumples (porque haces lo que tú quieres en lugar de lo que yo te mando... ¡Pero eso es precisamente lo que te estoy mandando!). Créeme, no pretendo meterte en un rompecabezas como los que aparecen en la sección de pasatiempos de los periódicos. Aunque procure decirte todo esto sonriendo para que no nos aburramos más de lo debido, el asunto es serio: no se trata de pasar el tiempo, sino de vivirlo bien. La aparente contradicción que encierra ese «haz lo que quieras»no es sino un reflejo del problema esencial de la libertad misma: a saber, que no somos libres de no ser libres, que no tenemos más remedio que serlo. ¿Y si me dices que ya está bien, que estás harto y que no quieres seguir siendo libre? ¿Y si decides entregarte como esclavo al mejor postor o jurar que obedecerás en todo y para siempre a tal o cual tirano? Pues lo harás porque quieres, en uso de tu libertad y aunque obedezcas a otro o te dejes llevar por la masa seguirás actuando tal como prefieres: no renunciarás a elegir, sino que habrás elegido no elegir por ti mismo. Por eso un filósofo francés de nuestro siglo, Jean-Paul Sartre, dijo que «estamos condenados a la libertad». Para esa condena no hay indulto que valga...
De modo que mi «haz lo que quieras» no es más que una forma de decirte que te tomes en serio el problema de tu libertad, lo de que nadie puede dispensarte de la responsabilidad creadora de escoger tu camino. No te preguntes con demasiado morbo si «merece la pena» todo este jaleo de la libertad, porque quieras o no eres libre, quieras o no tienes que querer. Aunque digas que no quieres saber nada de estos asuntos tan fastidiosos y que te deje en paz, también estarás queriendo... queriendo no saber nada, queriendo que te dejen en paz aun a costa de aborregarte un poco o un mucho. ¡Son las cosas del querer, amigo mío, como dice la copla! Pero no confundamos este «haz lo que quieras» con los caprichos de que hemos hablado antes. Una cosa es que hagas «lo que quieras» y otra bien distinta que hagas «lo primero que te venga en gana». No digo que en ciertas ocasiones no pueda bastar la pura y simple gana de algo: al elegir qué vas a comer en un restaurante, por ejemplo. Ya que afortunadamente tienes buen estómago y no te preocupa engordar, pues venga, pide lo que te dé la gana... Pero cuidado, que a veces con la «gana» no se gana sino que se pierde. Ejemplo al canto.
No sé si has leído mucho la Biblia. Está llena de cosas interesantes y no hace falta ser muy religioso —ya sabes que yo lo soy más bien poco— para apreciarlas. En el primero de sus libros, el Génesis, se cuenta la historia de Esaú y Jacob, hijos de Isaac. Eran hermanos gemelos, pero Esaú había salido primero del vientre de su madre, lo que le concedía el derecho de primogenitura: ser primogénito en aquellos tiempos no era cosa sin importancia, porque significaba estar destinado a heredar todas las posesiones y privilegios del padre. A Esaú le gustaba ir de caza y correr aventuras, mientras que Jacob prefería quedarse en casita, preparando de vez en cuando algunas delicias culinarias. Cierto día volvió Esaú del campo cansado y hambriento Jacob había preparado un suculento potaje de lentejas y a su hermano, nada más llegarle el olorcillo del guiso, se le hizo la boca agua. Le entraron muchas ganas de comerlo y pidió a Jacob que le invitara. El hermano cocinero le dijo que con mucho gusto pero no gratis sino a cambio del derecho de primogenitura. Esaú pensó: «Ahora lo que me apetecen son las lentejas. Lo de heredar a mi padre será dentro de mucho tiempo. ¡Quién sabe, a lo mejor me muero yo antes que él!» y accedió a cambiar sus futuros derechos de primogénito por las sabrosas lentejas del presente. ¡Debían oler estupendamente esas lentejas! Ni que decir tiene que más tarde, ya repleta la panza, se arrepintió del mal negocio que había hecho, lo que provocó bastantes problemas entre los hermanos (dicho sea con el respeto debido, siempre me ha dado la impresión de que Jacob era un pájaro de mucho cuidado). Pero si quieres saber cómo acaba la historia léete el Génesis. Para lo que aquí nos interesa ejemplificar basta con lo que te he contado.
Como te veo un poco sublevado, no me extrañaría que intentaras volver esta historia contra lo que te vengo diciendo: «¿No me recomendabas tú eso tan bonito de "haz lo que quieras"?, pues ahí tienes: Esaú quería potaje, se empeñó en conseguirlo y al final se quedó sin herencia. ¡Menudo éxito!» Si, claro, pero... ¿eran esas lentejas lo que Esaú quería de veras o simplemente lo que le apetecía en aquel momento? Después de todo, ser el primogénito era entonces una cosa muy rentable y en cambio las lentejas ya se sabe: si quieres la toma y si no las dejas... Es lógico pensar que lo que Esaú quería en el fondo era la primogenitura, un derecho destinado a mejorarle mucho la vida en un plazo más o menos próximo. Por supuesto, también le apetecía comer potaje, pero si se hubiese molestado en pensar un poco se habría dado cuenta de que este segundo deseo podía esperar un rato con tal de no estropear sus posibilidades de conseguir lo fundamental. A veces los hombres queremos cosas contradictorias que entran en conflicto unas con otras. Es importante ser capaz de establecer prioridades y de imponer una cierta jerarquía entre lo que de pronto me apetece y lo que en el fondo, a la larga, quiero. Y si no, que se lo pregunten a Esaú...
En el cuento bíblico hay un detalle importante. Lo que determina a Esaú para que elija el potaje presente y renuncie a la herencia futura es la sombra de la muerte o, si prefieres, el desánimo producido por la brevedad de la vida. «Como sé que me voy a morir de todos modos y a lo mejor antes que mi padre..., ¿para qué molestarme en dar más vueltas a lo que me conviene? ¡Ahora quiero lentejas y mañana estaré muerto, de modo que vengan las lentejas y se acabó!» Parece como si a Esaú la certeza de la muerte le llevase a pensar que la vida ya no vale la pena, que todo da igual. Pero lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la muerte. Fíjate: por miedo a la muerte, Esaú decide vivir como si ya estuviese muerto y todo diese igual. La vida está hecha de tiempo, nuestro presente está lleno de recuerdos y esperanzas, pero Esaú vive como si para él ya no hubiese otra realidad que el aroma de lentejas que le llega ahorita mismo a la nariz, sin ayer ni mañana. Aún más: nuestra vida está hecha de relaciones con los demás —somos padres, hijos, hermanos, amigos o enemigos, herederos o heredados, etc— pero Esaú decide que las lentejas (que son una cosa, no una persona) cuentan más para él que esas vinculaciones con otros que le hacen ser quien es. Y ahora una pregunta: ¿cumple Esaú realmente lo que quiere o es que la muerte le tiene como hipnotizado, paralizando y estropeando su querer?
Dejemos a Esaú con sus caprichos culinarios y sus líos de familia. Volvamos a tu caso, que es el que aquí nos interesa. Si te digo que hagas lo que quieras, lo primero que parece oportuno hacer es que pienses con detenimiento y a fondo qué es lo que quieres. Sin duda te apetecen muchas cosas, a menudo contradictorias, como le pasa a todo el mundo: quieres tener una moto pero no quieres romperte la cabeza  por la carretera, quieres tener amigos pero sin perder tu independencia, quieres tener dinero pero no quieres avasallar al prójimo para conseguirlo, quieres saber cosas y por ello comprendes que hay que estudiar pero también quieres divertirte, quieres que yo no te dé la lata y te deje vivir a tu aire pero también que esté ahí para ayudarte cuando lo necesites, etc. En una palabra, si tuvieras que resumir todo esto y poner en palabras sinceramente tu deseo global de fondo, me dirías: «Mira, papi, lo que quiero es darme la buena vida.» ¡Bravo! ¡Premio para el caballero! Eso mismito es lo que yo quería aconsejarte: cuando te dije «haz lo que quieras» lo que en el fondo pretendía recomendarte es que te atrevieras a darte la buena vida. Y no hagas caso a los tristes ni a los beatos, con perdón: la ética no es más que el intento racional de averiguar cómo vivir mejor. Si merece la pena interesarse por la ética es porque nos gusta la buena vida. Sólo quien ha nacido para esclavo o quien tiene tanto miedo a la muerte que cree que todo da igual se dedica a las lentejas y vive de cualquier manera...
Quieres darte la buena vida: estupendo. Pero también quieres que esa buena vida no sea la buena vida de una coliflor o de un escarabajo, con todo mi respeto para ambas especies, sino una buena vida humana. Es lo que te corresponde, creo yo. Y estoy seguro de que a ello no renunciarías por nada del mundo. Ser humano, ya lo hemos indicado antes, consiste principalmente en tener relaciones con los otros seres humanos. Si pudieras tener muchísimo dinero, una casa mas suntuosa que un palacio de las mil y una noches, las mejores ropas, los más exquisitos alimentos (¡muchísimas lentejas!), los más sofisticados aparatos, etc., pero todo ello a costa de no volver a ver ni a ser visto por ningún ser humano jamás ¿estarías contento? ¿Cuánto tiempo podrías vivir así sin volverte loco? ¿No es la mayor de las locuras querer las cosas a costa de la relación con las personas? ¡Pero si precisamente la gracia de todas esas cosas estriba en que te permiten —o parecen permitirte— relacionarte más favorablemente con los demás! Por medio del dinero se espera poder deslumbrar o comprar a los otros; las ropas son para gustarles o para que nos envidien, y lo mismo la buena casa, los mejores vinos, etcétera. Y no digamos los aparatos: el vídeo y la tele son para verles mejor, el compact para oírles mejor y así sucesivamente. Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad; y si la soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablemente. La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de lo contrario puede que ser vida pero no será ni buena ni humana. ¿Empiezas a ver por dónde voy?
Las cosas pueden ser bonitas y útiles, los animales (por lo menos algunos) resultan simpáticos, pero los hombres lo que queremos ser es humanos, no herramientas ni bichos. Y queremos también ser tratados como humanos, porque eso de la humanidad depende en buena medida de que los unos hacemos con los otros. Me explico: el melocotón nace melocotón, el leopardo viene ya al mundo como leopardo, pero el hombre no nace ya hombre del todo ni nunca llega a serlo si los demás no le ayudan. ¿Por qué? Porque el hombre no es solamente una realidad natural (como los melocotones o los leopardos), sino también una realidad cultural. No hay humanidad sin aprendizaje cultural y para empezar sin la base de toda cultura (y fundamento por tanto de nuestra humanidad): el lenguaje. El mundo en el que vivimos los humanos es un mundo lingüístico, una realidad de símbolos y leyes sin la cual no sólo seríamos incapaces de comunicarnos entre nosotros sino también de captar la significación de lo que nos rodea. Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo (como podría aprender a comer por sí solo o a mear —con perdón— por sí solo), porque el lenguaje no es una función natural y biológica del hombre (aunque tenga su base en nuestra condición biológica, claro está), sino una creación cultural que heredamos y aprendemos de otros hombres.
Por eso hablar a alguien y escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos empezar a darle un trato humano. Es sólo un primer paso, desde luego, porque la cultura dentro de la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero no es simplemente lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos, es decir, estilos de respeto y de miramientos humanizadores que tenemos unos para con otros. Todos queremos que se nos trate así y si no, protestamos. Por eso las chicas se quejan de que se las trate como mujeres «objeto», es decir simples adornos o herramientas; y por eso cuando insultamos a alguien le llamamos «¡animal!», como advirtiéndole que está rompiendo el trato debido entre hombres y que como siga así podemos pagarle con la misma moneda. Lo más importante de todo esto me parece lo siguiente: que la humanización (es decir, lo que nos convierte en humanos, en lo que queremos ser) es un proceso recíproco (como el propio lenguaje, si te das cuenta). Para que los demás puedan hacerme humano, tengo yo que hacerles humanos a ellos; si para mí todos son como cosas o como bestias, yo no seré mejor que una cosa o una bestia tampoco. Por eso darse la buena vida no puede ser algo muy distinto a fin de cuentas de dar la buena vida. Piénsalo un poco, por favor.
Más adelante seguiremos con esta cuestión. Ahora para concluir este capítulo de modo más relajado, te propongo que nos vayamos al cine. Podemos ver, si quieres, una hermosísima película dirigida e interpretada por Orson Welles: Ciudadano Kane. Te la recuerdo brevemente, Kane es un multimillonario que con pocos escrúpulos ha reunido en su palacio de Xanadú una enorme colección de todas las cosas hermosas y caras del mundo. Tiene de todo, sin duda, y a todos los que le rodean les utiliza para sus fines, como simples instrumentos de su ambición. Al final de su vida, pasea solo por los salones de su mansión, llenos de espejos que le devuelven mil veces su propia imagen de solitario: sólo su imagen le hace compañía. Al fin muere, murmurando una palabra: «¡Rosebud!» Un periodista intenta adivinar el significado de este último gemido, pero no lo logra. En realidad, «Rosebud» es el nombre escrito en un trineo con el que Kane jugaba cuando niño, en la época en que aún vivía rodeado de afecto y devolviendo afecto a quienes le rodeaban. Todas sus riquezas y todo el poder acumulado sobre los otros no habían podido comprarle nada mejor que aquel recuerdo infantil. Ese trineo, símbolo de dulces relaciones humanas, era en verdad lo que Kane quería, la buena vida que había sacrificado para conseguir millones de cosas que en realidad no le servían para nada. Y sin embargo la mayoría le envidiaba... Venga, vámonos al cine: mañana seguiremos.
TALLER
1.    Explica la historia de Esaú y Jacob.

2.    Según este capitulo qué es la ética?

3.    A veces parece como que todo nos da igual. Pero, dice Savater, “lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la muerte”: ¿qué quiere decir con ello?
4.       Eso de la humanidad depende en buena medida de lo que los unos hacemos con los otros. Me explico: el melocotón nace melocotón, el leopardo viene ya al mundo como leopardo, pero el hombre no nace ya hombre del todo ni nunca llega a serlo si los demás no le ayudan: ¿por qué?
5.    Hablar a alguien y escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos empezar a darle un trato humano: ¿por qué? ¿Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos?
6.    El lenguaje es una función natural o cultural. Explica
7.    Kane es un multimillonario que tiene de todo, sin embargo no es feliz (“no tuvo una buena vida”), ¿por qué?

viernes, 15 de febrero de 2013

GUIA DE RELIGIÓN PRIMER PERIODO GRADO DECIMO(10)



EL ORIGEN DE LA RELIGIÓN

Desde sus inicios el ser humano trató de darles respuesta a los distintos enigmas de su existencia a través de las distintas formas de religiones, de tal forma de poder entender lo que ocurría a su alrededor con la naturaleza, darle un sentido o propósito a su vida; y el para qué de su existencia.
Necesitaba entender el origen del bien y el mal, la causa del dolor y el camino que los podía conllevar a la felicidad. Es así como el ser humano comenzó a crear(o a descubrir, para los creyentes) las diversas divinidades, que le brindan un orden a su mundo, y que lo protegen de todos los pesares a los que se encontraba expuesto.
 Estas primeras formas religiosas fueron evolucionando para dar paso a las grandes tradiciones de religión actuales. Las primeras religiones fueron politeístas, es decir, se creía y se veneraba a distintos dioses, según a las tribus o civilizaciones a las que perteneciera; esto al contrario de las religiones que son monoteístas, cuyas creencias se centran en un Dios único. Esto, para crear figuras diversas, que brindaran protección en todos los ámbitos en los cuales se sintiera inseguro o temeroso.
Las religiones son el acto o representación por la cual el ser humano cree demostrar su reconocimiento o existencia de uno o varios dioses, que tiene o tienen poder sobre el destino que les depara a quienes cumplen con ciertos ritos, los obedecen, sirven y honran de distintas maneras.
Etimológicamente la palabra religión significa obligación, pero dependiendo del autor o la corriente es el significado que se le atribuye. Cicerón, por ejemplo, llamaba religiosos a aquellos que cumplían al pie de la letra todos los actos del culto divino.
Las teorías más modernas, de mano de la psicología transpersonal, hacen un paralelo de la evolución de las religiones con el desarrollo de la conciencia humana, y asocian los comienzos de las diversas tradiciones con experiencias internas de individuos que se encuentran en las distintas fases de este camino de desarrollo interior.
Existen cinco grandes religiones en el mundo, donde se concentra la mayor cantidad de adeptos o fieles; estas son el budismo, el judaísmo, el cristianismo, el islamismo y el hinduismo. Donde cada una de ellas tiene sus principios claves. Por ejemplo el judaísmo cree en un Dios espiritual y eterno y que al final de los tiempos, Dios enviará al Mesías, un hombre descendiente de la tribu de David. Entonces la humanidad vivirá en paz y concordia, unida por la creencia en el Dios único.
El cristianismo también cree en un sólo Dios, donde el amor debe ser la forma de vida de la humanidad. Esto dado por el hecho que el hijo de Dios se hizo presente en la tierra, en la forma carnal de Jesucristo, quien llega con la buena nueva de la resurrección de los muertos, o sea, de la vida eterna. Es así como Jesús resucitó y por ende la humanidad resucitará en el último día a una vida definitiva de felicidad absoluta.
El hinduismo quiere alcanzar la liberación definitiva y el reposo absoluto. Esta liberación la entienden como la unión del Yo con el poder cósmico universal, con la esencia del universo. Es común pensar que esta religión es politeísta por sus innumerables deidades, pero en el fondo su creencia consiste en una realidad única, Brahmán, y se piensa que todas las deidades son manifestaciones de aspectos particulares de este absoluto.
El budismo quiere lograr liberarse de la existencia fenoménica a la que le es propia el sufrimiento. Para lograr este objetivo es necesario alcanzar el Nirvana, estado de iluminación, y veneran a buda, que significa el despierto o iluminado.
El Islam quiere reformar la tierra, hacen una crítica a la humanidad que es demasiado orgullosa y egoísta: "El hombre es por naturaleza timorato". Cuando le acontece una desgracia sufre pánico, pero cuando experimenta sucesos afortunados no los comparte con los demás.
La religión ha cumplido un papel importante en el desarrollo de la humanidad ya que siempre estuvo ligada al desarrollo moral de la persona dirigiendo así el rumbo de sus acciones; los aportes de la religión se aprecian en la literatura y filosofía, las ciencias y el desarrollo del potencial humano en general, aunque también se ha pasado por épocas en las cuales la religión ha contribuido a estancar su desarrollo. Como se puede apreciar, la religión es una herramienta formal para acercar el hombre a Dios, y tomada sin fanatismos y con tolerancia contribuye a al desarrollo integral y a la sana convivencia entre seres humanos.
CRISTIANISMO
Introducción
Es un hecho que la teología cristiana se ha elaborado de manera que a cualquier teólogo le resulta más fácil hablar del sufrimiento que de la alegría; más fácil también hablar del dolor que de la felicidad; más fácil igualmente hablar del llanto que de la risa; y más fácil, por supuesto, hablar de la muerte que de la vida, sobre todo si se trata de una vida de gozo, de dicha y de disfrute de las cosas buenas, de tantas cosas buenas y agradables que Dios ha puesto en esta vida. No es superficial ni frívolo el dicho popular según el cual todo lo que está bueno o es pecado o engorda.
 Al decir eso, la sabiduría popular está afirmando que, según las enseñanzas de la religión, lo que más nos agrada a nosotros, eso es lo que desagrada a Dios. Una sentencia que, si se piensa despacio, resulta sencillamente estremecedora, puesto que nos viene a decir que el Dios de los teólogos está tan lejos de los seres humanos y rivaliza con nosotros hasta el extremo de que lo que más dichosos nos hace a los pobres mortales, más le desagrada al Dios inmortal y omnipotente, el infinitamente feliz desde siempre y para siempre..

El problema del mal y del pecado, el problema del sufrimiento, el problema del sacrificio y de la muerte, el problema del castigo eterno, esos temas sombríos, con las amenazas y condenas que acarrean, no han dejado (ni dejan) de preocupar a los especialistas en las cosas de Dios y de la religión.
 Y sabemos que la teología tiene sus serias razones para preocuparse por esa macabra lista de problemas. Porque los teólogos saben que si un buen día se suprimieran de la teología los problemas relacionados con el dolor, el sacrificio, el sufrimiento, el juicio, el castigo y la muerte, ese día los teólogos se quedarían sin trabajo y muchos de ellos se tendrían que apuntar al paro. Es más, si eso sucediera, habría teólogos que seguramente ni sabrían cómo hablar de Dios. Y hasta se verían en serias dificultades para estructurar los tratados teológicos que, desde hace siglos, se vienen explicando en los seminarios y centros de estudios del clero.
Mientras tanto, la aspiración más inmediata y natural de cualquier ser humano, la aspiración y el deseo de ser feliz en esta vida, es una cosa que resulta muy difícil de encontrar en los tratados de teología, en los escritos de espiritualidad y en los libros de liturgia. Es más, en ese tipo de literatura religiosa, lo que se le dice a la gente es que tenga cuidado con la felicidad, el disfrute y el placer que nos puede proporcionar este mundo. Porque los bienes de esta tierra son pasajeros, entrañan múltiples peligros y hasta merecen nuestro desprecio. De ahí que a lo más que han llegado los teólogos, con sus teologías, es a prometer una felicidad futura y eterna que se sustenta en la esperanza.
Pero está claro que vivir siempre esperando a que nos llegue la muerte para disfrutar de la oferta que nos hace la teología resulta penoso y hasta fúnebre. Por eso, entre otras razones, hay demasiada gente que se cansa de tanto esperar. Seguramente esto es lo que explica, al menos en buena medida, por qué la oferta de felicidad y bienestar que hace la sociedad actual tiene más poder sobre el común de la gente que la oferta de bienaventuranzas eternas que hacen las religiones.
¿por qué ocurre esto en la teología y en las enseñanzas de la Iglesia? Y en segundo lugar: ¿qué solución tiene esto, si es que tiene alguna?
El cristianismo y la felicidad
Se ha dicho, con toda razón, que la tradición cristiana no ha tomado debidamente conciencia de que Jesús ha sido quien ha traído a los seres humanos la más grande felicidad. se realiza «ahora», «ya», «hoy mismo»
En el vocabulario del Nuevo Testamento, el término que expresa felicidad, dicha, bienaventuranza, aparece hasta 50 veces.
En la mentalidad de Jesús, el tiempo del ayuno, la privación y la tristeza ha terminado. En su lugar, la alegría de quienes disfrutan de la presencia del novio, en la celebración de la boda, ha llegado . De manera que la «reacción típica» ante la llegada del reino de Dios es la felicidad, la alegría, alegría que alcanza sorprendentemente incluso a Dios mismo. Sin duda alguna, la expresión desbordante de este proyecto de felicidad y de alegría es el que Jesús presenta en la gran parábola del banquete del reino  en el que entran «buenos y malos», es decir, en el que hay cabida para todos, incluso para los vagabundos de los caminos, los excluidos de la convivencia social, aquellos a los que nadie quiere y que nadie estima.
Como es bien sabido, la afirmación más fuerte y más condensada de este proyecto de felicidad es la que Jesús formula en las dos redacciones de las «bienaventuranzas», la del Sermón del Monte de Mateo y la del Discurso de la Llanura de Lucas. En estas dos redacciones Jesús presenta tres situaciones que en ambos textos coinciden: los pobres, los que pasan hambre, los que lloran , que vienen a ser paralelos con los pobres, los que sufren y los que tienen hambre . También existe coincidencia en la bienaventuranza de los que se ven odiados y perseguidos .
Lo que me interesa dejar claro es que, en estas afirmaciones sorprendentes, se llama bienaventurados o dichosos a los que no cabe esperar que puedan serlo, puesto que se indica como causa de la felicidad lo que en este mundo nos causa más tristeza y desgracia: la pobreza, el sufrimiento, la persecución y las lágrimas.
Como es lógico, la teología cristiana se ha preocupado por buscar alguna explicación a fórmulas tan contradictorias y, por eso, tan sin sentido. Esa explicación no puede consistir en desplazar la felicidad a la otra vida, como promesa de futuro, puesto que, en las «bienaventuranzas», la felicidad se afirma como experiencia que se vive ya, por más que en el futuro último alcance su plenitud definitiva.
 La solución ha sido interpretar este texto en sentido «ético»: las bienaventuranzas como un catálogo de virtudes; o también, en otros casos, explicar estas bienaventuranzas en sentido «espiritual»: las bienaventuranzas como virtudes religiosas, que serían la humildad, la renuncia al mundo y al pecado. Ahora bien, con semejantes interpretaciones, lo que en realidad ha ocurrido es que uno de los textos más geniales y liberadores del cristianismo se ha convertido en una de las cargas más pesadas y más inexplicables que tenemos que soportar los cristianos.
Pero no sólo eso. Hay en este asunto concreto algo mucho más grave. No se trata sólo de que a los cristianos se nos ha secuestrado la alegría y ya no encontramos en el Evangelio un mensaje de felicidad y, menos aún, podemos ver en el mensaje de Jesús un proyecto que encarne la felicidad de vivir. peor de todo es que, al arrancarle al Evangelio su mensaje de felicidad y de alegría, hemos precipitado al cristianismo en una crisis tan profunda que, ya a estas alturas, esa crisis parece humanamente insuperable. Aquí, me parece a mí, está el núcleo del problema que tenemos que afrontar los cristianos cuando nos planteamos el problema de la felicidad y la bienaventuranza. La cuestión de fondo no está en que vivamos con más o menos alegría nuestra fe y nuestra religión. El verdadero problema está en que, por este camino, estamos hundiendo al cristianismo y estamos contribuyendo poderosamente a su progresiva e imparable descomposición.