miércoles, 15 de agosto de 2012

VIVIR JUNTOS


I.E. SANTO TOMÁS
Código:
GA-FO-68
Fecha:
31/ 07/2012
UNIDAD DIDACTICA
AREA DE RELIGIÓN
Versión:01
Página: 11

ASIGNATURA:                                RELIGIÓN
GRADO:                                           UNDÉCIMO
DOCENTE:                                     ESMERALDA BRAVO CALDERÓN
PERIODO:                                       TERCER
ESTUDIANTE:___________________________________________GRUPO:____
VIVIR JUNTOS (Las preguntas de la vida) Fernando Savater
Nadie llega a convertirse en humano si está solo: nos hacemos humanos los unos a los otros. Nuestra humanidad nos la han «contagiado»: ¡es una enfermedad mortal que nunca hubiéramos desarrollado si no fuera por la proximidad de nuestros semejantes! Nos la pasaron boca a boca, por la palabra, pero antes aún por la mirada: cuando todavía estamos muy lejos de saber leer, ya leemos nuestra humanidad en los ojos de nuestras madres  o de quienes en su lugar nos prestan atención. Es una mirada que contiene amor, preocupación, reproche o burla: es decir, significados. Y que nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos. Uno de los autores contemporáneos que con mayor sensibilidad ha tocado el tema, Tzvetan Todorov, lo expresa así: «El niño busca captar la mirada de su madre no solamente para que ésta acuda a alimentarle o reconfortarle, sino porque esa mirada en sí misma le aporta un complemento indispensable: le confirma en su existencia. [...] Como si supieran la importancia de ese momento -aunque no es así-, el padre o la madre y el hijo pueden mirarse durante largo rato a los ojos; esta acción sería completamente excepcional en la edad adulta, cuando una mirada mutua de más de diez segundos no puede significar más que dos cosas: que las dos personas van a batirse o a hacer el amor»
Siendo como somos en cuanto humanos fruto de ese contagio social, resulta a primera vista sorprendente que soportemos nuestra sociabilidad con tanto desasosiego. No seríamos lo que somos sin los otros pero nos cuesta ser con los otros. La convivencia social nunca resulta indolora. ¿Por qué? Quizá precisamente porque es demasiado importante para nosotros, porque esperamos o tememos demasiado de ella, porque nos fastidia necesitarla tanto. Durante un brevísimo período de tiempo cada ser humano cree ser Dios o por lo menos el rey de su diminuto universo conocido: el seno materno aparece para calmar el hambre (casi siempre en forma de biberón), manos cariñosas responden a nuestros lloros para secarnos, refrescarnos o calentarnos, para darnos compañía. Hablo de los afortunados, porque hay niños cuyo destino atroz les niega incluso este primer paraíso de ilusoria omnipotencia. Pero nuestro reinado acaba pronto, incluso en los casos menos desdichados. Pronto tenemos que asumir que esos seres de quienes tanto dependemos tienen su propia voluntad, que no siempre consiste en obedecer a la nuestra. Un día lloramos y mamá tarda en venir; eso nos anuncia y nos prepara a la fuerza para otro día más lejano, el día en que lloraremos y mamá ya no volverá.
La filosofía y la literatura contemporáneas abundan en lamentos sobre la carga que nos impone vivir en sociedad, las frustraciones que acarrea nuestra condición social y los preservativos que podemos utilizar para padecerlas lo menos posible. En su drama A puerta cerrada, Jean-Paul Sartre acuñó una sentencia célebre, luego mil veces repetida: «El infierno son los demás». Según eso, el paraíso sería la soledad o el aislamiento (que por cierto distan mucho de ser lo mismo).
 Las sociedades modernas de masas tienden a despersonalizar las relaciones humanas, haciéndolas apresuradas y burocráticas, es decir muy «frías» si se las compara con la «calidez» inmediata de las antiguas comunidades, menos reguladas, menos populosas y más homogéneas. En cambio crece la posibilidad de control gubernamental o simplemente social sobre las conductas individuales, cada vez más vigiladas y obligadas a someterse a ciertas normas comunes... ¡aunque esta última forma de tiranía nunca ha faltado tampoco en las pequeñas comunidades pre modernas!
¿Son los demás el infierno? Sólo en tanto que pueden hacernos la vida infernal al revelarnos -a veces poco consideradamente- las fisuras del sueño libertario de omnipotencia que nuestra inmadurez  autocomplaciente gusta de imaginar. ¿Vivimos necesariamente incomunicados? Desde luego, si por «comunicación» entendemos el que los demás nos interpreten espontáneamente de modo tan exhaustivo como nosotros mismos creemos expresarnos; pero sólo muy relativamente, si asumimos que no es lo mismo pedir comprensión que hacerse comprender y que la buena comunicación tiene como primer requisito hacer un esfuerzo por comprender a ese otro mismo del que pedimos comprensión. ¿Limitan nuestra libertad los demás y las instituciones que compartimos con ellos? Quizá la pregunta debiera plantearse de modo diferente: ¿tiene sentido hablar de libertad sin referencia a la responsabilidad, es decir a nuestra relación con los demás?, ¿no son precisamente las instituciones -empezando por las leyes- las que nos revelan que somos libres de obedecerlas o desafiarlas, así como también para establecerlas o revocarlas? Incluso los abusos totalitarios o simplemente autoritarios sirven al menos para que comprendamos mejor -en la resistencia contra ellos- las implicaciones políticas y sociales de nuestra autonomía personal.
Por justificadas que estén las protestas contra las formas efectivas de la sociedad actual (de cualquier sociedad «actual»), sigue siendo igualmente cierto que estamos humanamente configurados para y por nuestros semejantes. Es nuestro destino de seres lingüísticos, es decir, simbólico. Al nacer somos «capaces» de humanidad, pero no actualizamos esa capacidad -que incluye entre sus rasgos la autonomía y la libertad- hasta gozar y sufrir la relación con los demás. Los cuales por cierto nunca están «de más», es decir nunca son superfluos o meros impedimentos para el desarrollo de una individualidad que en realidad sólo se afirma entre ellos. Para conocernos a nosotros mismos necesitamos primero ser reconocidos por nuestros semejantes. Por muy malo que pueda eventualmente resultarnos el trato con los otros, nunca será tan irrevocablemente aniquilador como vendría a ser la ausencia completa de trato, el ser plena y perpetuamente «desconocidos» por quienes deben reconocernos. Lo ha expresado muy bien el gran psicólogo William James: «El yo social del hombre es el reconocimiento que éste obtiene de sus semejantes. Somos no solamente animales gregarios, que gustamos de la proximidad con nuestros compañeros, sino que también tenemos una tendencia innata a hacernos conocer, y conocer con aprobación, por los seres de nuestra especie. Ningún castigo más diabólico podría ser concebido, si fuese físicamente posible, que vernos arrojados a la sociedad y permanecer totalmente desapercibidos por todos los miembros que la componen». Nadie llegaría a la humanidad si otros no le contagiasen la suya, puesto que hacerse humano nunca es cosa de uno solo sino tarea de varios; pero una vez humanos, la peor tortura sería que ya nadie nos reconociese como tales... ¡ni siquiera para abrumarnos con sus reproches!
La autoconciencia entonces ya no se conforma simplemente con la supervivencia biológica que le bastaba mientras se halló en plena continuidad con el resto del mundo. Ahora la autoconciencia quiere ante todo su propio querer, su voluntad autónoma distinta del mundo que se le opone. En cierto modo esto la sitúa al margen de la vida, del simple durar «como el agua en el agua», y la enfrenta con la muerte. De ser conciencia de la vida pasa a convertirse en autoconciencia que asume y desafía la certeza de su propia muerte. En ese mundo que se opone y resiste al cumplimiento de sus apetitos, la autoconciencia comienza a ser más y más capaz de valorar, de elegir, de jerarquizar sus deseos de acuerdo no ya sólo con  la supervivencia sino con la afirmación autónoma de su querer.
¿Cómo podrá una autoconciencia afirmarse triunfalmente frente a la otra? Por medio del más universal de los instrumentos, el miedo a la muerte. Puesto que ambas son conscientes de su mortalidad, deberán probar hasta qué punto se hallan «por encima» del mero instinto de supervivencia que aún las entronca con la zoología, de la que pugnan por zafarse para consolidar su autonomía. El combate por el reconocimiento será ganado entonces por la autoconciencia más capaz de sobreponerse al terror a morir La situación es semejante a la de aquel tremendo juego que hizo furor hace pocas décadas en Estados Unidos, una de cuyas versiones aparece en la película de Nicholas Ray Rebelde sin causa: los competidores conducen dos automóviles lanzados a toda velocidad uno hacia el otro o ambos en paralelo hacia un precipicio. El primero que frena o se desvía por instinto de supervivencia es «el gallina» y pierde. El otro -¡si salva el pellejo!- es reconocido como el valiente, es decir, el que más vale, aquel cuyo desprecio a la muerte le sitúa más lejos de la animalidad (por cierto, también la mayoría de los animales cuando luchan con sus semejantes y van perdiendo se ofrecen rendidos al oponente antes de que la bronca tenga un resultado fatal).
La autoconciencia vencida -vencida sobre todo por el miedo a morir- queda sometida a las órdenes del vencedor (que no reconoce más «amo» que la muerte misma). Pero el derrotado no se convierte en un mero animal: para servir al señor se ve obligado a trabajar, lo cual le aleja de la simple inmediatez de los apetitos zoológicos. Por medio del trabajo el mundo deja de ser sólo un obstáculo o un enemigo y se convierte en material para realizar transformaciones, proyectos, tareas creadoras. A la larga el amo, cuyos deseos se ven inmediatamente satisfechos por su esclavo, recae poco a poco en la animalidad y ya no le queda otro entretenimiento «humano» que contemplar una y otra vez su rostro en el espejo de la muerte, hasta identificarse con ella. En cambio el siervo se convierte en depositario de la más duradera autoconciencia, no limitada al estéril desafío frente a la muerte sino dedicada a la creación de nuevas formas para racionalizar la vida. Finalmente, cada una de las dos autoconciencias representa una mitad nada más de la voluntad autónoma del hombre: la afirmación de su independencia como valor superior a la mera supervivencia biológica y el empeño técnico de llegar a vivir más y mejor. Aún un paso más y cada una de las autoconciencias reconoce la validez de la otra: la validez del Otro. Ya en plano de igualdad, el individuo admite la dignidad humana de los demás no como meros instrumentos -de muerte o de creación- sino como fines en sí mismos cuyos derechos han de ser reconocidos en un marco social de cooperación.
Una vez llegados al plano de la sociedad humana -a la vez sometida a valoraciones éticas y a consideraciones políticas- la pregunta viene a ser ésta: ¿cómo organizar la convivencia? Pregunta que sigue vigente aunque ya se haya superado la oposición brutal entre amos y esclavos. Porque los diversos «socios» que forman parte de la comunidad mantienen cada cual sus propios apetitos e intereses, su incansable necesidad de reconocimiento por los demás, sus enfrentamientos en torno a cómo deben repartirse los bienes que admiten reparto y quién debe poseer aquellos que no pueden tener más que un solo dueño. En una palabra, la cuestión es cómo se convierte la discordia humana en concordia social.
¿Por qué existe la discordia? Desde luego, no es porque los seres humanos seamos irracionales o violentos por naturaleza, como a veces dicen los predicadores de trivialidades. Más bien todo lo contrario. Gran parte de nuestros antagonismos provienen de que somos seres decididamente «racionales», es decir, muy capaces de calcular nuestro beneficio y decididos a no aceptar ningún pacto del que no salgamos claramente gananciosos. Somos lo suficientemente «racionales» al menos como para aprovecharnos de los demás y desconfiar del prójimo (suponiendo, con buenos argumentos, que se portará si puede con nosotros como nosotros intentamos portarnos con él). También usamos la razón lo suficiente para darnos cuenta de que nada nos sería tan beneficioso como vivir en una comunidad de gente leal y solidaria ante la desgracia ajena, pero nos preguntamos: «¿Y si los demás no se han dado cuenta todavía?», para concluir: «Que empiecen ellos y me comprometo a pagarles en la misma moneda». Todo muy racional, como se ve. Aunque a estas alturas del libro espero no tener que recordarle al lector la diferencia ya reiterada entre lo «racional» y lo «razonable». Por si falta hiciere, miren a la realidad que les circunda (en la que unos pocos centenares privilegiados poseen la inmensa mayoría de las riquezas mientras millones de criaturas perecen de hambre) y podrán concluir que vivimos en un mundo tremendamente racional pero poquísimo razonable...
Tampoco es verdad que seamos espontáneamente «violentos» o «antisociales». Ni mucho menos. Por supuesto existen en todas las sociedades personas así, que padecen alguna alteración psíquica o que han sido tan maltratadas por los demás que luego les pagan con la misma moneda. No podemos legítimamente esperar que aquellos a quienes el resto de la comunidad trata como si fuesen animales, utilizándolos como bestias de carga y desentendiéndose de su suerte, se porten después como perfectos ciudadanos. Pero no hay tantos casos como pudiera esperarse (sorprende realmente lo sociables que se empeñan en seguir siendo incluso quienes menos provecho sacan de la sociedad) ni rompen la convivencia humana tanto como otras causas diríamos que opuestas. En efecto, los grandes enfrentamientos colectivos no los suelen protagonizar individuos personalmente violentos sino grupos formados por gente disciplinada y obediente a la que se ha convencido de que su interés común depende de que luchen contra ciertos adversarios «extraños» y los destruyan. No son violentos por razones «antisociales» sino por exceso de sociabilidad: tienen tanto afán de «normalidad», de parecerse lo más posible al resto del grupo, de conservar su «identidad» con él a toda costa, que están dispuestos a exterminar a los diferentes, a los forasteros, a quienes tienen creencias o hábitos ajenos, a los que se considera que amenazan los intereses legítimos o abusivos del propio rebaño. No, no abundan los lobos feroces ni los que hay representan el mayor riesgo para la concordia humana; el verdadero peligro proviene por lo general de las ovejas rabiosas...
Somos seres sociables porque nos parecemos muchísimo unos a otros (mucho más desde luego de lo que la diversidad de nuestras culturas y formas de vida hacen suponer) y aproximadamente solemos querer todos las mismas cosas esenciales: reconocimiento, compañía, protección, abundancia, diversión, seguridad... Pero nos parecemos tanto que con frecuencia apetecemos a la vez las mismas cosas (materiales o simbólicas) y nos las disputamos unos a otros. Incluso es frecuente que deseemos ciertos bienes solamente porque vemos que otros también los desean: ¡hasta tal punto resultamos ser gregarios y conformistas!
De modo que lo mismo que nos une nos enfrenta: nuestros intereses. La palabra «interés» viene del latín inter esse, lo que está en medio, entre dos personas o grupos: pero lo que está entre dos personas o dos grupos sirve en ocasiones para unirles y otras veces se interpone para separarles y volverles hostiles uno contra otro.
Hay democracia cuando los humanos asumen que sus leyes y proyectos políticos no provienen de los dioses o la tradición, sino de la autonomía ciudadana de cada cual armonizada polémica y transitoriamente con las de los demás, con iguales derechos a opinar y decidir; hay filosofía cuando los humanos asumen que deben pensar por sí mismos, sin dogmas preestablecidos, soportando la crítica y el debate con sus semejantes racionales. En el fondo, el proyecto de la democracia es en el plano sociopolítico lo mismo que el proyecto filosófico en el plano intelectual. La democracia implica que siempre habrá política (en el sentido discordante y conflictivo que hemos visto) por la misma razón que la filosofía implica que siempre habrá pensamiento, es decir duda y disputa sobre lo más esencial.
Algunos utopistas y casi todos los políticos totalitarios de nuestro siglo han reclamado un «hombre nuevo» como materia prima dispuesta para someterse a sus proyectos. Pero el hombre, afortunadamente, no puede ser «nuevo» sin dejar de ser propiamente humano puesto que su propia sustancia simbólica está compuesta con una tradición de conocimientos adquiridos, experiencias históricas, conquistas sociales, memoria y leyendas. Las personas nunca pueden ser pizarras recién borradas -y ¡qué métodos tan terribles se han utilizado en las últimas décadas para borrar de las mentes cuanto merece ser recordado y defendido!- en las que se escriba arbitrariamente la nueva ley social, por buena letra que se proponga hacer el legislador. Tampoco es factible purgar a los hombres del apego racional a sus propios intereses encontrados para someterlos a un interés global o bien común determinado por alguna sabiduría situada por encima de sus cabezas. No, es preciso fraguar la política de acuerdo a partir de los seres humanos realmente existentes con sus razones y pasiones, con sus discordias, con su tendencia al egoísmo depredador pero también con su necesidad de ser reconocidos por la simpatía social de los demás. Por lo que sabemos, tal acuerdo será siempre frágil y padecerá mil amenazas: segregará sus propios venenos, a veces a partir de sus mejores logros.
 El  gran problema es que -a diferencia de lo que sucede en las utopías- en las sociedades existentes no todos los ideales resultan plenamente compatibles. Por ejemplo, las libertades públicas son sumamente deseables pero a veces chocan con la seguridad ciudadana, que también es un principio digno de consideración. En muchos casos se dan conflictos semejantes y aún peores: es importante defender los derechos humanos de las mujeres en aquellas sociedades -como la impuesta por los talibanes en Afganistán- que no los respetan pero también merece respeto el derecho de cada comunidad humana a desarrollar sus propias interpretaciones valorativas sin injerencias violentas de otras naciones, la libertad de comercio y empresa es un principio muy respetable pero entre sus consecuencias indeseables parece estar la miseria creciente de gran parte de la humanidad, etc. A comienzos de nuestro siglo, Max Weber habló de las «batallas entre dioses» que representan estos choques en la realidad histórica de ideales contrapuestos. Son como licores fuertes y puros que no pueden ser tomados sin mezcla. Quizá el arte político por excelencia sea acertar en la dosificación del cóctel que los integre todos sin dejar de ser socialmente «digerible»...
Desde Platón, la virtud que mejor expresa ese acuerdo social a partir de elementos discordantes de la que venimos hablando se llama justicia. Estamos demasiado acostumbrados, a mi juicio, a enfocarla de modo meramente distributivo (darle a cada cual lo suyo, a cada cual según sus merecimientos o sus necesidades) o retributivo (castigar a los malos y premiar a los buenos). Pero hay definiciones más amplias y que me parecen preferibles. La que más me gusta es de un pensador anarquista del siglo XIX, Pierre-Joseph Proudhon, y dice así: «La justicia... es el respeto, espontáneamente experimentado y recíprocamente garantizado, de la dignidad humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia en que se encuentre comprometida, y a cualquier riesgo que nos exponga su defensa» (De la justicia en la revolución y en la Iglesia). El concepto de dignidad humana en su forma contemporánea, empieza a generalizarse a partir del siglo XVIII, cuando entra en crisis revolucionaria el sistema de honores propio de la aristocracia -reservado a una minoría- para dar paso a la exigencia de cada cual del reconocimiento de su calidad como hombre y como ciudadano. Entonces aparece el concepto político de «derechos humanos», que se incorporan a las constituciones democráticas y que se han ido fortificando teóricamente -aunque no siempre, hay, cumpliendo en la práctica- durante los últimos doscientos años. Implican una verdadera subversión de las sociedades tradicionales, tanto en su origen (en América aparecieron tras una guerra de independencia y en Europa se impusieron tras una revolución que decapitó reyes) como ahora mismo cuando se los intenta defender de veras. Los derechos humanos o derechos fundamentales son algo así como una declaración más detallada de lo que implica esa «dignidad» que es justo que los hombres se reconozcan los unos a los otros.
¿Qué implica la dignidad humana? En primer lugar, la inviolabilidad de cada persona, el reconocimiento de que no puede ser utilizada o sacrificada por los demás como un mero instrumento para la realización de fines generales. Por eso no hay derechos «humanos» colectivos, por lo mismo que no hay seres «humanos» colectivos: la persona humana no puede darse fuera de la sociedad pero no se agota en el servicio a ella. De aquí la segunda característica de su dignidad, el reconocimiento de la autonomía de cada cual para trazar sus propios planes de vida y sus propios haremos de excelencia, sin otro límite que el derecho semejante de los otros a la misma autonomía. En tercer lugar, el reconocimiento de que cada cual debe ser tratado socialmente de acuerdo con su conducta, mérito o demérito personales, y no según aquellos factores casuales que no son esenciales a su humanidad: raza, etnia, sexo, clase social, etc. En cuarto y último lugar, la exigencia de solidaridad con la desgracia y sufrimiento de los otros, el mantener viva y activa la complicidad con los demás. La sociedad de los derechos humanos debe ser la institución en la que nadie resulta abandonado.
El racismo es el ejemplo más destacado de tal negación de la dignidad humana, pero en la actualidad va siendo sustituido por otro tipo de determinismo étnico o cultural, según el cual cada uno se debe exclusivamente a la configuración inevitable que recibe de su comunidad. Se supone así que las culturas son realidades cerradas sobre sí mismas, insolubles las unas para las otras e incomparables, cada una de las cuales es portadora de un modo completo de pensar y de existir que no debe ser «contaminado» por las demás ni alterado por las decisiones individuales de sus miembros. Tales dispositivos fatales «programan» a sus crías, en ocasiones para enfrentarlas sin remedio con los de otras culturas (el «choque de civilizaciones» del que habla Samuel Huntington) o al menos para cerrarlos al intercambio espiritual con ellos. ¡Ojalá dentro de cincuenta o cien años las invocaciones a la hoy sacrosanta «identidad cultural» de los pueblos que según algunos debe ser a toda costa preservada políticamente sean vistas con el mismo hostil recelo con que ya la mayoría acogemos las menciones al Rh de la sangre o al color de la piel! Porque sin duda encierran en el fondo una voluntad no menos «injusta» de atentar contra el presupuesto esencial de la dignidad humana de cada uno: el de que los hombres no hemos nacido para vivir formando batallones uniformados, cada uno con su propia bandera al frente, sino para mezclarnos los unos con los otros sin dejar de reconocernos a pesar de todas las diferencias culturales una semejanza esencial y a partir de esa mezcla inventarnos de nuevo una y otra vez.
La obsesión característica de los nacionalismos, esa dolencia mayor del siglo XX, glorifica la necesaria «pertenencia» de cada ser humano a su terruño y la convierte en fatalidad orgullosa de sí misma. En el fondo no se trata más que de la detestable mentalidad posesiva que no sólo quiere poner el sello del dueño en las casas y en los objetos sino hasta en las tierras o paisajes. El imbécil «aquí somos así» y la mitificación de las «raíces» propias -como si los seres humanos fuésemos vegetales- bloquea la verdadera necesidad humana de hospitalidad que nos debemos unos a otros de acuerdo a lo que hemos llamado «dignidad». Para quien es capaz de reflexionar, todos somos extranjeros, judíos errantes, todos venimos de no se sabe dónde y vamos hacia lo desconocido (¿hacia los desconocidos?), todos nos debemos mutuamente deber de hospedaje en nuestro breve tránsito por este mundo común a todos, nuestra única verdadera «patria». Lo ha formulado muy bien un escritor judío contemporáneo, George Steiner: «Los árboles tienen raíces; los hombres y las mujeres, piernas. Y con ellas cruzan la barrera de la estupidez delimitada con alambradas, que son las fronteras; con ellas visitan y en ellas habitan entre el resto de la humanidad en calidad de invitados. Hay un personaje fundamental en las leyendas, numerosas en la Biblia, pero también en la mitología griega y en otras mitologías: el extranjero en la puerta, el visitante que llama al atardecer tras su viaje. En las fábulas, esta llamada es a menudo la de un dios oculto o un emisario divino que pone a prueba nuestra hospitalidad. Quisiera pensar en estos visitantes como en los auténticos seres humanos que debemos proponernos ser, si es que deseamos sobre vivir»
Según dice Sigmund Freud -fundador del psicoanálisis y uno de los espíritus mayores de nuestra época- en su obra El malestar de la cultura, el sufrimiento humano tiene tres fuentes: «La supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad». Pero ninguna de estas tres desdichas puede ser propiamente considerada lo peor de lo que nos asedia: para el ser que necesita la mirada comprensiva y confirmadora del otro a fin de llegar a ser él mismo «lo malo es, originariamente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor». Nada nos deja más inermes, más desvalidos, más amenazados que la pérdida del amor, entendido éste tanto en su sentido más literal (paternofilial o erótico) como también en el más general que los griegos denominaban filia: la amistad entre quienes se eligen mutuamente como complementarios y la simpatía «civil» -cortés y vagamente impersonal pero solidaria de modo nada irrelevante- que los conciudadanos tienen que demostrarse cotidianamente unos a otros para que la vida en sociedad resulte gratificante. Sin amor ni filia la humanidad se atrofia y quedamos en manos de la inhóspita ley de la jungla. Con razón dijo Goethe que «saberse amado da más fuerza que saberse fuerte».
¿Cómo podemos merecer el amor de los otros? Gran parte de las pautas éticas en todas las culturas se han dedicado a darnos instrucciones para conseguirlo. Isaac Asimov, un escritor de ciencia ficción que a mi juicio también es buen filósofo, inventó las «tres leyes de la robótica» que llevan grabadas en su programación las criaturas mecánicas que protagonizan Yo, robot y otros relatos suyos. Son éstas:
Primera: No dañarás a ningún ser humano.
Segunda: Ayudarás cuanto puedas a los seres humanos (siempre que no sea violando la primera regla).
Tercera: Conservarás tu propia existencia (siempre que no sea a costa de violar las dos leyes anteriores).
Como nosotros no somos robots, la mayoría de las morales pasadas y presentes invierten el orden de estos tres preceptos pero por lo demás sus normas quedan bien resumidas en la tríada de Asimov. Por supuesto, siempre ha habido, hay y habrá consejeros provocativamente desengañados que nos recomiendan aprovecharnos cuanto sea posible de quienes respetan la moralidad para obtener otras ventajas. Gracias a tales sabios vivimos rodeados de policías, cárceles, miseria y abandono. ¿Son tan astutos tales consejeros cínicos como suele creerse? ¿Merecen verdaderamente la pena las ventajas ocasionales que personalmente obtenemos escuchándoles frente a lo que perdemos todos en general? ¿Es prudente que tú o yo, lector, renunciemos a intentar merecer el amor de nuestros semejantes hasta que el último de los despistados o de los malvados se haya convencido de que es filia y no otra cosa lo que necesitamos?
Nada es tan sociable ni une tanto como el sentido del humor: por eso cuando en una reunión amistosa se oyen muchas risas o se intercambian abundantes sonrisas decimos que «lo están pasando bien». Es decir, que se encuentran a gusto reconociéndose unos a otros. Hasta quien ríe solo en verdad ríe a la espera de las almas gemelas que puedan unirse a reír con él. Y muchas amistades -¡y no pocos amores!- comienzan cuando dos entienden un chiste que se les escapa a los demás...
Tampoco la creación estética y sus goces pueden entenderse adecuadamente si no se comparten. Cuando descubrimos algo hermoso lo primero que hacemos es buscar a alguien que pueda disfrutarlo con nosotros: junto a él o a ella, también nosotros lo disfrutaremos más. Los niños pequeños se pasan la vida arrastrando de la manga a los mayores para enseñarles pequeñas maravillas que a veces los adultos son demasiado estúpidos para apreciar en lo que valen.

TALLER

1.    Podemos hacernos humanos, por nosotros mismos, sin necesidad de los demás?
2.    Por qué crees tu que somos gregarios?
3.    Cómo se empieza a ser humano?
4.    Qué es para ti filosofar?
5.    Cómo explicas la democracia?
6.    Explica que son comunidades burocráticas?  
7.    Por qué los humanos necesitamos reconocimiento?
8.    Es inevitable que nos resulte dolorosa la convivencia con los otros?
9.    No sería peor el infierno de ser ignorado por los otros que el de vivir entre ellos?
10. Nos enfrentamos los humanos en la sociedad porque no somos lo suficientemente racionales o porque no somos razonables?
11. Qué son las «utopías»?
12. Es lo mismo «utopía» que «ideal»?
13. Se ha realizado históricamente alguna utopía? Explica
14. Qué es la justicia?
15. Cuál es su relación con la dignidad humana?
16. Cuáles son los principios más generales de las morales humanas?
17.  Es la risa un argumento a favor de la vida en común de los hombres?
18. Qué es la filia?
19. Cuales son las tres leyes de la robótica?